Día de Muertos en Janitzio

Celebración del Día de Muertos llevada a cabo el día 2 de noviembre en el panteón de la Isla de Janitzio, municipio de Pátzcuaro, Michoacán. Anualmente se realizan ofrendas para recibir a los seres queridos que han muerto. Fotografía de Miguel Ángel Mandujano Contreras, CC BY-SA 4.0. Fuente: Wikimedia Commons.

México, el «lugar en el ombligo de la luna», marea caleidoscópica de colores y rostros; templo mestizo, es un espacio cuyo imaginario concilia nociones heredadas del pensamiento judeo-cristiano a la vez que antiguas creencias de las culturas prehispánicas. Y tal imaginario, entendido como el «sistema de valores y creencias» que gobierna las expresiones de esta comunidad, es visible en gran parte de sus manifestaciones culturales. Sin embargo, existe una festividad cuyo carácter desvela la realidad cultural mexicana, la cual se nutre del mito y la algarabía, del caos y la diversidad; de la vida y la muerte: el Día de Muertos, tradición milenaria dedicada a honrar a los seres difuntos durante los dos primeros días de noviembre.

Esta celebración forma parte de un amplio legado cultural que, por su profunda significación, el 7 de noviembre de 2003 comenzó a formar parte de la lista del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad, con el objetivo de mantenerla con vida para las generaciones venideras. Sin embargo, más allá de conocer su papel a nivel internacional, lo que ocupa es ahondar en sus raíces.

En los últimos cincuenta años, sobre todo, muchos estudiosos han buscado dar respuesta al cuestionamiento sobre el verdadero origen del Día de Muertos en México. Y aunque en muchos casos se le ha pretendido desligar de toda herencia de índole hispánica, al igual que se ha alegado que se trata de una festividad enteramente indígena; o que este festejo no ha hecho más que imitar, en las últimas décadas, al Halloween anglosajón –de EE. UU., en mayor medida–, lo cierto es que no puede negarse que esta manifestación cultural recoge características de las tres procedencias. Una de origen indígena y dos de origen europeo. Esto, como consecuencia del devenir histórico de cinco siglos que ha modelado el carácter de México en todos los sentidos.

Las raíces prehispánicas de esta tradición

Para hablar del principio más remoto de esta festividad, es obligado acudir a la historia del país. En la historiografía referente al tema se ha registrado que desde hace más de 3000 años, en la región del centro y sur de México ya se honraba a la muerte; es decir que los festejos relativos a la muerte existieron mucho tiempo antes de la llegada del Imperio español del siglo XVI a tierras americanas, de la mano de su solemnidad cristiana dedicada a «Todos los Santos y los Fieles Difuntos».

Este «culto», como muchos estudiosos suelen referir, tenía presencia en más de 41 etnias mesoamericanas. Entre ellas los camuzgos, atzincas, coras, cuicatecos, chatinos, chichimecas-jonas; purépechas, mayas, mexicas, mixtecos, mazahuas, nahuas, zapotecos, totonacas, lacandones; etc. Así pues, el origen de este homenaje a los muertos solo puede entenderse a partir de la concepción que estos pueblos tenían respecto al tiempo, el espacio y la muerte. Noción que, a su vez, se relaciona con la creencia respecto a su genealogía y el origen del mundo.

De acuerdo al remoto imaginario de estos pueblos, diversos planos de la existencia dialogaban entre sí. Un plano que respondía a lo divino, lo celeste; otro relativo a lo terrenal y el plano en el que los muertos habitaban. Hay que recordar que la idea principal de estas culturas prehispánicas, respecto al orden cósmico, se basaba en que su existencia era voluntad de los dioses, ya que creían que habían sido creadas con un fin específico. Esta cuestión se puede apreciar tanto en la tradición oral como en los diversos textos antiguos –todos ellos posteriores a la conquista española– de estos pueblos. Un claro ejemplo es el Popol Vuh, el texto más importante de la mitología maya, el cual aguarda la historia del pueblo quiché: desde su origen hasta su desarrollo, a través de diversas narraciones legendarias.

Estos pueblos consideraban que los dioses habían creado al ser humano para tener fieles adoradores de quienes pudieran nutrirse a través de dádivas, con el objeto de perpetuar su existencia. Igualmente creían que, si no les rendían culto y ofrenda, estas poderosas deidades morirían; y de ser así, dejarían de brindar al mundo los recursos vitales para la existencia del ser humano. La luz del sol y la luna se apagarían, los frutos de la tierra se agotarían y el agua se consumiría; dejando al mundo desprovisto de vida alguna. En suma, esta concepción mítica confiaba en que el ser humano tenía en sus manos la perdurabilidad del orden cósmico, siempre que este rindiese tributo a sus dioses.

Ritual azteca

Representación de antiguo ritual azteca de muerte y renovación. Fotografía de Álvaro de la Paz Franco. Fuente: Wikimedia Commons.

Además, los mitos fundacionales tenían significación y presencia en toda acción humana de estos pueblos originarios. Lo cual es visible en los restos de cultura material que evidencian las diversas prácticas ritualísticas de estas culturas. Además, de la mano de este pensamiento mítico respecto al origen del mundo y el ser humano, su concepción del tiempo y espacio era cíclica, en contraste con la comprensión lineal y «racional» cristiana. Al tiempo se le observaba como una repetición, una constante en la cual su existencia tenía incidencia directa. Estos pueblos creían que lo que existía en su presente ya había acaecido en otras vidas, o en otros ciclos. Para ellos, la vida humana suponía un eterno retorno. Y para asegurar esa repetición era necesario concretar el mito a partir de los ritos. En tal sentido, el hombre y la mujer mesoamericana estaban inmersos en un tiempo-espacio que les era sagrado.

Como consecuencia, la muerte no era una excepción en aquella realidad sagrada. A diferencia de la concepción cristiana respecto a la muerte, la cual la ve como un proceso hacia el descanso eterno con un único destino: ya sea el paraíso o el infierno, según se haya obrado en vida; los pueblos prehispánicos creían que, en principio, el ser humano contenía más de un alma y que al morir había cuatro destinos posibles –según la cosmogonía indígena nahua– para estas almas; los cuales no eran consecuencia de cómo se había obrado en vida sino de cómo se había muerto.

El primer destino posible era el «Paraíso del Sol», el Ilhuícatl-Omeyocán, que era a donde arribaban aquellos que habían muerto durante una contienda, o al ser sacrificados; y también, donde llegaban las almas de las mujeres que habían muerto durante el parto. El segundo corresponde al «Paraíso del Dios de la Lluvia», el Tlalocan regido por Tláloc. A este destino llegaban todos aquellos que habían fenecido por alguna causa relacionada con el agua, por ejemplo, morir ahogado. El tercer destino era el Chichihualcuauhco, el «Paraíso de los niños», que era donde se creía que llegaban los niños muertos menores de cuatro años. Finalmente, el cuarto destino era el “Inframundo”, mejor conocido como el Mictlán, en donde gobernaba Mictlantecuhtli, el señor de los muertos. Aquí es donde este pueblo pensaba que llegaba el resto de personas fallecidas por accidentes o muerte común. Además, según estas creencias, se pensaba que para llegar al Mictlán había que superar nueve pruebas en cuatro días, para así purificarse y llegar a renacer. Cabe decir que es en este destino donde una milenaria raza canina protagoniza uno de los mitos más conocidos del Mictlán. Se trata del mito referente al xoloitzcuintle, aquel bello y particular perro mexicano de más de 3500 años de antigüedad, que era venerado en tiempos prehispánicos pues se le consideraba como guía espiritual en el largo camino hacia el Chicunamictlán, la última fase del trayecto, en donde el alma finalmente sería liberada para poder resurgir.

Es así que la muerte, para los antiguos pueblos mesoamericanos, no suponía una ausencia sino una presencia en otro plano de la existencia. Y se le rendía culto a través de rituales funerarios, al morir una persona; así como en rituales recordatorios y dialógicos, pues la muerte no significaba una fractura entre el mundo terrenal y espiritual, sino un plano regido por los mismos dioses responsables de la vida en tierra; y al cual, a través del ritual y la ofrenda, era posible acceder.

En este entendido se inscribe el Día de Muertos, un ritual recordatorio que posibilita el encuentro de la vida y la muerte. Y en esta historia que nos ha hecho mirar al imaginario mítico de los antiguos pueblos mesoamericanos, el ritual recordatorio se llegaba a realizar en lo más profundo de algunas cuevas o grutas –ya que se creía que estos sitios profundos eran portales al inframundo–, en donde llevaban toda clase de ofrendas: desde alimentos, cráneos que habían sido obtenidos como trofeos en las contiendas entre pueblos, hasta sacrificios humanos –según algunos registros–. Igualmente, llegaban a realizar danzas simbólicas durante los ofrecimientos. Además, estos homenajes se realizaban en momentos específicos del ciclo de la tierra, cuando se acercaba el final de las temporadas de cultivo del maíz y la calabaza. Esto se sabe por las memorias recogidas en la Historia de las Indias de la Nueva España e islas de Tierra Firme (1581) del historiador y fraile dominico, fray Diego Durán, en donde refiere que el ritual indígena se realizaba en el noveno mes del calendario náhuatl –lo que corresponde al mes de agosto del calendario gregoriano–. En este registro se aprecia igualmente que los festejos se realizaban también en el décimo mes del calendario náhuatl. La primera dádiva se hacía en honor a los «muertecitos», y la segunda a los «muertos mayores».

Se sabe entonces que este «culto» se rendía no solo para recordar y facilitar el camino de vuelta a los muertos sino para pedirles a ellos y a los dioses, a través de ofrendas, que protegieran sus cultivos ante el temor de que estos no sobrevivieran al cambio de estación. Además, cada uno de los elementos que se ofrendaban guardaban significado en el proceso de retorno al mundo de los vivos. En estos ofrecimientos se buscaba integrar los cuatro elementos sagrados de la naturaleza: la tierra, el agua, el fuego y el aire. La tierra era representada a partir de la flor del cempasúchil, flor endémica de México, con la cual se hacían –y aún hoy se siguen haciendo en algunas regiones– largos caminos de pétalos para guiar a los muertos en su retorno. Se ofrecía agua de manantial para aliviar el cansancio del viaje y se encendía una resina aromática para purificar el camino de regreso, esto como representación del aire. Sin olvidar que era necesaria la presencia de caminos de fuego hechos con velas –en adelante veladoras–, con el objeto de iluminar el retorno de los muertos. En las representaciones actuales de estas ofrendas se siguen integrando los cuatro elementos sagrados, sin embargo, las dádivas que se ofrecen responden a los usos y costumbres de cada época, además de al folclore de la cultura mexicana.

El nacimiento del Día de Muertos

Aunque el «culto» a la muerte tuviera ya un largo recorrido en la historia de la humanidad, no solo en los antiguos pueblos mesoamericanos y americanos en general, sino alrededor de todo el mundo, la constitución del Día de Muertos mexicano como festejo, más allá de ser un ritual enteramente mítico, se origina en el siglo XVI, con la llegada del cristianismo a Mesoamérica y el subsecuente proceso de evangelización a esta región.

Los colonizadores y evangelizadores, tras el sangriento episodio de conquista, se encontraron con un pueblo que basaba su realidad en el mito y el ritual. Por lo que la única forma de llevar a cabo la “evangelización”, con el fin de unificar las creencias en el nuevo territorio español, era asimilar y articular esas antiguas concepciones prehispánicas con las cristianas. Esto a pesar de que, en un inicio, los misioneros buscaron eliminar estas prácticas ritualísticas, a sus ojos paganas. Como ejemplo, se prohibió la realización de ritos funerarios y recordatorios en las cuevas, con la intención de fomentar, en su lugar, misas en homenaje a los difuntos. Lo cual, con el paso del tiempo, fue asimilado como un ritual sagrado por los grupos indígenas que sobrevivieron a la conquista y que, recogiendo antiguas creencias de su cultura originaria, a la vez que las nuevas celebraciones litúrgicas, fueron modelando un nuevo modo de entender este homenaje a la muerte.

Ofrenda Día de Muertos

Ofrenda que evidencia el sincretismo cultural-religioso de esta celebración. Fotografía de Luisroj96, CC BY-SA 3.0. Fuente: Wikimedia Commons.

Por ello, durante los primeros siglos de encuentro cultural, la Iglesia católica estableció que todas las prácticas indígenas debían ser adaptadas al uso cristiano. Se determinó que las festividades indígenas en honor a la muerte coincidieran con el «Día de Todos los Santos», dedicado a los niños difuntos, y el «Día de los Difuntos», dedicado a los adultos. En esa tradición se encendían velas, se disponían jarrones con agua y alimentos como pan y vino para saciar a los difuntos. Por lo anterior, en las nuevas tierras del Imperio se estableció el uso del calendario litúrgico que señalaba el 1 de noviembre como el día para recordar y rezar a los santos y difuntos; fecha que ya había sido establecida por el papa Gregorio IV en el siglo IX. Asimismo, tal situación coincidió con una antigua creencia celta que la religión cristiana igualmente había tenido que asumir: la festividad de Samhain, la cual tiene ecos en los festejos contemporáneos relativos al mundo de los muertos, como el Halloween, antiguamente All Hallow’s Eve. El Samhain se celebraba anualmente como una comunión con los espíritus de los difuntos y como un festejo de transición que se realizaba entre el mes de octubre y noviembre, en los principales países celtas: Irlanda, Gales y Escocia. Este día suponía una importante celebración dentro del calendario precristiano celta de raíces anteriores a la Edad del Hierro, pues se hacía para conmemorar el fin de un ciclo, el verano; el cual abría paso a un nuevo año celta.

El largo proceso de sincretismo cultural fue sumando, a la antigua celebración indígena, elementos nuevos de adoración, heredados igualmente de tradiciones remotas llegadas del otro lado del mundo: como las veladoras, los crucifijos, las procesiones hacia los panteones y las plegarias cristianas que, actualmente, son imprescindibles del Día de Muertos. En suma, es de un profundo pasado mítico, de un proceso de conciliación ideológica y de la necesidad cristiana de asimilar antiguos rituales indígenas que el Día de Muertos surge. Sin embargo, solo ha sido el recorrido de cinco siglos, el que ha dotado a esta tradición de verdadera forma, consistencia e importancia, tanto en la esfera privada-familiar, como en la comunitaria-nacional.

Día de Muertos

Ofrecimientos en panteones comunitarios. Fotografía de Pablo Ignacio Osorio Torres, CC BY-SA 4.0. Fuente: Wikimedia Commons.

Día de Muertos: del siglo XX a la actualidad

La llegada del siglo XX a México, tras un complejo proceso de emancipación y un subsecuente proceso de construcción del país durante el siglo XIX, supuso un inicio de siglo turbulento. El espíritu de la Revolución mexicana, la cual tomó casi diez años, dejó el camino abierto a que el gobierno naciente utilizara como impulso y discurso la necesidad de fraguar a una nación. La cual, inexcusablemente, requería elementos para su construcción, que lograran consolidar una identidad nacional, auténtica y comunitaria; así como alejada de toda herencia hispana, pues recordaba al pasado ocupado. Para tal empresa, estos gobiernos recuperaron antiguas costumbres prehispánicas, con el objetivo de posicionar estas tradiciones a nivel nacional, como símbolos de identificación colectiva y de unificación del país.

El papel que ocupa el Día de Muertos en este ímpetu nacionalista es realmente relevante, ya que aunque esta celebración se realizara desde hacía ya muchos siglos; tenía significación, sobre todo, como costumbre-ritual llevado a cabo en la esfera privada-familiar o local. Es decir que, antes de los gobiernos nacionalistas del siglo XX, los festejos a la muerte no tenían un lugar protagonista en la esfera colectiva.

Y aunque esta costumbre milenaria ya se llevara a cabo, acompañada de los elementos que la caracterizan, es hasta que los gobiernos nacionalistas –como el del presidente Lázaro Cárdenas– y un puñado de intelectuales comienzan a enfatizar y exaltar las costumbres populares, que el Día de Muertos se vuelve parte del discurso colectivo mexicano, de la historia nacional. Del mismo modo, la década de 1970 también es relevante para el reconocimiento del Día de Muertos a nivel nacional e internacional, pues es cuando la celebración comienza a tener mayor fuerza en las agendas políticas. Sin olvidar, además, que los movimientos indigenistas de las últimas décadas han hecho del Día de Muertos un estandarte. No obstante, es obligado mencionar que tanto las motivaciones nacionalistas, como las indigenistas, niegan que el Día de Muertos es una festividad que refleja una innegable diversidad cultural que no solo habla de las diferentes etnias indígenas, sino también del resultado de la síntesis cultural del antiguo mundo indígena con el mundo hispano.

Desfile Día de Muertos CDMX

Escena del ya habitual desfile de ofrendas móviles en la CDMX. Fuente: Wikimedia Commons.

La celebración del Día de Muertos que hoy en día se lleva a cabo en México, ya no solo significa un legendario ritual de retorno al mundo de los vivos sino un motivo de encuentro comunitario. Como se ha apuntado, en las últimas décadas esta celebración ha cobrado mayor presencia a nivel colectivo. Tanto que, cada año, al acercarse estos festejos, se montan magnas ofrendas en espacios públicos y se organizan diversas actividades relativas al Día de Muertos a lo largo del centro y sur del país. Asimismo, esta tradición está ya tan presente y arraigada en la esencia comunitaria que, diversas producciones de la cultura popular –como novelas, productos o largometrajes como 007 o Coco–, la han retomado pues el tiempo ha hecho que sea un excelente recurso para representar a México en todo su esplendor. Cabe mencionar que dichas producciones de la cultura popular han dotado, a la vez, de mayor carácter a la antigua celebración del Día de Muertos.

Como ejemplo: el impresionante desfile del Día de Muertos que desde el año 2016 se realiza de manera multitudinaria en la Ciudad de México, es fruto de la producción cinematográfica 007. Antes de este largometraje, no existía en la capital mexicana ningún desfile semejante. En este sentido, 007, ha supuesto un excelente medio para mercantilizar el Día de Muertos a escala internacional. Estas expresiones de la cultura popular no solo muestran al mundo la esencia de la celebración, sino que la han transformado en un producto; circunstancia que es aprovechada por las distintas agendas políticas para potenciar el turismo de sus ciudades. Situación que se traduce en mejores condiciones económicas para la sociedad mexicana en general y en el fortalecimiento de los lazos comunitarios que apuntan a un desarrollo social.

Sin embargo, a expensas de que esto pueda ser considerado como un momento negativo en el devenir histórico del Día de Muertos, la contemporaneidad no significa la decadencia del festejo, sino un ciclo más que responde a las necesidades humanas actuales. Lo anterior, ya que aun cuando el Día de Muertos se transforme, como consecuencia de su mercantilización, este no deja de ser un símbolo legítimo de identidad cultural puesto que su devenir paralelo a la historia nacional es auténtico.

Día de Muertos en Guanajuato

Festival del Día de Muertos en Guanajuato, uno de los mayores centros turísticos de México. Fotografía de Juan Carlos Fonseca Mata, CC BY-SA 4.0. Fuente: Wikimedia Commons.

El Día de Muertos ya no es solo una festividad mítica y mágica sino una vía de autorreconocimiento y reafirmación de identidad cultural. El paso de los siglos y las décadas le han dotado de una esencia dinámica y viva. Diferentes símbolos, rasgos y expresiones se le añaden en el proceso. Su viaje a través de los siglos ha hecho que un remoto «culto» y una conciliación cultural, conformen en buena medida la identidad cultural de México; en donde la muerte y la vida danzan al son de una antiquísima algarabía.

Bibliografía

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